Por: el Lic. Pedro Acosta
En la vasta y compleja telaraña del análisis, Paraguay emerge como un caso de estudio intrigante, donde la independencia y la soberanía se convierten en conceptos de significado ambiguo. Históricamente, hemos proclamado nuestra independencia, estampando papeles y promulgando leyes que, en su mayoría, se convierten en un ejercicio de simbolismo vacío. Estos documentos, a menudo desprovistos de validez empírica, funcionan únicamente en el ámbito burocrático, eclipsados por las poderosas leyes no escritas que gobiernan silenciosamente nuestra sociedad.
Los paraguayos hablamos con gran pompa sobre nuestra soberanía, mientras que muchos políticos, todólogos y opinólogos presumen de una sapiencia aparente, ajena a la realidad empírica que nos rodea. Pero, ¿hasta qué punto podemos afirmar que somos verdaderamente independientes? ¿En qué medida nuestras acciones y decisiones son impulsadas por aquellos que detentan el poder económico?
La influencia del dinero en la toma de decisiones es una realidad palpable, no solo en el hogar y las empresas, sino también en la estructura misma de nuestra sociedad. Quien aporta los recursos, dictan las reglas del juego, mientras que aquellos con menos, se ven relegados a un papel secundario. Esta dinámica, lamentablemente, no es ajena a Paraguay. Un país endeudado y con una tendencia al aumento de la deuda, está en peligro de perder su capacidad de decisión y de autodeterminación.
Los opinólogos pueden argumentar que somos una nación libre y soberana en los papeles, y en eso tendrían razón. Sin embargo, la realidad empírica nos muestra una dependencia constante de la generosidad de otros países, incluyendo vecinos como Brasil y Argentina, que a menudo nos brindan ayuda para abordar problemas tan básicos como la salud y la educación. Para combatir el dengue, pedimos insecticidas a Argentina. Para llevar a cabo programas de vacunación, buscamos donaciones de países del primer mundo desde nuestro cuarto mundo, tendiendo peligrosamente a escalafonarnos al quinto mundo.
Nuestros padres, a quienes recordamos con respeto por su lucha por la soberanía e independencia, están partiendo, y con ellos se va también una generación de integridad y determinación. Su lucha no solo fue por la independencia, sino también por la verdadera independencia, la que permite a un país tomar las riendas de su destino.
Es lamentable escuchar a nuestros legisladores expresar que no podemos permitirnos perder las donaciones de la comunidad europea, como si los niños paraguayos no pudieran ser alimentados por su propia nación o como si no fuéramos capaces de educar a nuestras futuras generaciones sin ayuda extranjera. ¿De qué independencia estamos hablando si no podemos ni siquiera proporcionar una merienda escolar a nuestros hijos? ¿Hemos perdido la capacidad de educar y cuidar de nuestra propia descendencia?
Este análisis debe ser abordado desde la perspectiva de la tierra, desde la realidad que enfrentamos, y no desde el satélite que otros países nos imponen. No podemos ignorar nuestra incapacidad para administrar nuestros vastos recursos y la creciente actitud entreguista que socava nuestra moral y nuestro patriotismo. Estamos perdiendo la valentía y la determinación que caracterizaron a los guaraníes, y en su lugar, nos estamos convirtiendo en serviles ovejas, incapaces de asegurar la alimentación de nuestros propios hijos. Las críticas pueden llover sobre este artículo, pero es hora de enfrentar la realidad empírica: somos un país rico con una población empobrecida y una tendencia a la extrema pobreza. Tomemos determinaciones urgentes para que el destino de Paraguay se aparte de este camino cobarde e inmoral.
Dios se apiade de nosotros y de nuestra nación mientras luchamos por redescubrir nuestra verdadera independencia y soberanía en un mundo que a menudo nos empuja hacia la dependencia y la sumisión.
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