Por el: Lic. Pedro Acosta.
Desde hace décadas, los colectivos en Paraguay han sido testigos mudos de la falta de atención y la negligencia por parte de quienes deberían garantizar un sistema de transporte público seguro y eficiente. Esta problemática, que afecta a aproximadamente el 80% de la población nacional, se ha vuelto una triste realidad que la sociedad paraguaya acepta resignadamente como algo normal. Sin embargo, los colectivos, operados por un grupo de empresarios inescrupulosos que desafían las leyes y regulaciones, representan un riesgo constante para la vida de cientos de personas que no tienen otra alternativa que depender de este deficiente servicio de transporte público.
En la capital de la República del Paraguay, Asunción, los colectivos son verdaderas chatarras en movimiento. No se necesita ser un experto técnico para comprobar la peligrosa falta de mantenimiento en estos vehículos. Muchos de estos autobuses carecen incluso de pisos dentro del habitáculo, convirtiéndolos en trampas mortales sobre ruedas para sus usuarios. La ironía se apodera de la situación cuando los paraguayos, en su característico sentido del humor, se refieren a estos buses como “los pica piedras”, haciendo un triste paralelo con la serie animada en la que Pedro y Pablo Mármol conducían vehículos primitivos sin piso.
Pero esta falta de seguridad es solo la punta del iceberg. Los colectivos que aún funcionan a duras penas a menudo tienen timbres que no suenan, ventanas rotas, asientos en estado calamitoso y suciedad y olores nauseabundos que convierten el viaje en una experiencia desagradable. En el sistema de transporte público, se crea un mundo aparte, un reino abandonado por las autoridades, donde los usuarios son tratados con indiferencia.
Incluso aquellos que optan por el servicio especial con aire acondicionado, que implica un costo adicional, se encuentran con una sorpresa desagradable: el aire acondicionado rara vez funciona. Las quejas de los pasajeros reciben respuestas indignantes por parte de los conductores y personal de las empresas de transporte, como el despectivo “Si no te gusta, cómprate un auto” o “Anda en taxi”. Estos comentarios son una afrenta a los usuarios que, en última instancia, mantienen el sistema de transporte con sus pagos.
La situación se agrava con la actitud prepotente de algunos choferes, que carecen de la capacitación adecuada para tratar con pasajeros. Frecuentemente, no esperan a que los usuarios bajen de manera segura antes de continuar su marcha, poniendo en riesgo la integridad de quienes utilizan este medio de transporte.
Las entidades encargadas de supervisar y controlar este deplorable sistema de transporte son ministerios y gobiernos municipales, pero a pesar de las supuestas regulaciones y controles técnicos, las chatarras continúan circulando. Esto plantea una pregunta urgente: ¿quién les otorga la autorización para circular? ¿Quién tiene la desfachatez de otorgarles el sello de “vehículo seguro para el tránsito”? Es difícil creer que estos autobuses, que apenas pueden considerarse vehículos, estén aptos siquiera para desarmaderos.
Paraguay enfrenta numerosas deficiencias, pero para empezar a resolver estos problemas, debemos regresar a los fundamentos: el respeto. El sistema de transporte público en su estado actual es una ruleta rusa en la que los usuarios se preguntan si llegarán sanos y salvos a su destino o si, en cambio, se convertirán en víctimas de un accidente. Es hora de que la política, el Ministerio de Transporte y las autoridades municipales se involucren de manera efectiva. El pueblo paraguayo exige una presencia activa y un cambio inmediato en esta situación. Debemos abandonar la mentalidad de “cuarto mundo” y exigir respeto a cambio. No podemos seguir siendo motivo de burla para el mundo desarrollado ni poner en riesgo la vida de nuestra gente. Queremos justicia y un servicio decente por el precio que pagamos. Es hora de que el Estado actúe en beneficio de sus ciudadanos y garantice un transporte público seguro y digno.
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